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El fin de semana pasado estaba en casa con mi esposa, relajados, sin muchas ganas de hacer gran cosa. Habíamos terminado recientemente de ver “El juego del calamar” y queríamos cambiar un poco de tono, buscar algo diferente para ver. Fue entonces cuando recordé Black Mirror, esa serie que no sigue una línea argumental fija pero que, en cada episodio, propone una historia diferente sobre tecnología, sociedad y los dilemas del mundo moderno.
Le propuse a mi esposa que viéramos uno. Yo ya había visto todas las temporadas anteriores, así que sabía a lo que me atenía: algunos episodios son brillantes y te dejan pensando durante días… y otros simplemente te aburren o te hacen preguntarte en qué se fue el presupuesto. Ella no había visto muchos, solo algunos sueltos, y compartía esa misma percepción: “unos buenos, otros bien raros”.
A pesar de su escepticismo, decidimos darle una oportunidad a la nueva temporada y comenzamos por el episodio 1 de la temporada 7, titulado “Una pareja cualquiera”. Leímos la breve descripción que aparece en Netflix y nos pareció interesante: una pareja adulta celebrando su aniversario, buscando tener un hijo, cuando de pronto un problema médico aparece y lo cambia todo. Una trama aparentemente sencilla, pero que pronto nos atrapó con su tono emocional y su inquietante mirada al futuro.
**Antes de seguir leyendo, una advertencia importante: esta entrada contiene spoilers del episodio.** Si no has visto aún “Una pareja cualquiera” (temporada 7, episodio 1 de Black Mirror), te recomiendo hacerlo antes de continuar. No porque haya un gran giro que lo arruine, sino porque mucho del impacto emocional está en cómo se va desarrollando todo. Vale la pena llegar a eso sin saber exactamente lo que viene. Ahora sí, vamos al episodio.
Desde el inicio, la historia se siente cercana. Una pareja no tan joven pero tampoco mayor, que claramente se quiere mucho, está celebrando su aniversario. Ella es maestra, él trabaja en algo relacionado con la soldadura o herrería. Ambos son personas trabajadoras, con una vida sencilla, que se apoyan mutuamente y enfrentan juntos los retos del día a día. En medio de la celebración, se menciona que están intentando tener un hijo. No es algo completamente planeado, pero como ella misma dice con una sonrisa eso serían “un feliz accidente”. Un comentario que, aunque simple, revela mucho sobre su relación y el momento que están viviendo. La tranquilidad dura poco. En una escena que corta de golpe el ritmo ligero del inicio, ella se desmaya frente a su clase. Ya había mostrado algunos síntomas —mareos, debilidad— pero hasta ese momento nada parecía grave. El diagnóstico no se dice con todas sus letras, pero se da a entender que tiene un problema cerebral serio, posiblemente un tumor o cáncer. Es una situación crítica, y ella entra en coma. Aquí entra en juego la tecnología. Una doctora, que los ha estado atendiendo, contacta a Mike (el esposo) con una representante de una empresa llamada Rivermind. Esta mujer —una vendedora que para ser sincero nos cayó mal todo el episodio — le presenta una opción que suena a ciencia ficción: copiar una parte funcional del cerebro de su esposa, subirla a la nube y reimplantarla para devolverle estabilidad mental. Todo con una condición: que Amanda esté siempre conectada a la red, como si su conciencia necesitara “señal” para funcionar, igual que un teléfono o un router. La presentación es elegante, bien vendida, casi esperanzadora. Le hablan de mantener su personalidad, sus recuerdos, su esencia. De una solución que parece más una bendición que una tecnología experimental. Pero claro, nada es gratis: el procedimiento requiere una suscripción mensual de 300 dólares para mantener a Amanda conectada y funcionando. Y es aquí donde empieza el verdadero conflicto. Mike, completamente solo en esta decisión —porque Amanda está inconsciente— acepta el procedimiento. Lo hace con amor, con miedo y con desesperación. Cree que está haciendo lo correcto. Cree que así podrá tenerla de regreso. Y por un momento, parece que todo va a salir bien. Pero no.
Al principio, todo parece ir más o menos bien. Mike trabaja mucho para cubrir los nuevos gastos, y
Amanda, aunque tiene algunos efectos secundarios —como dormir un par de horas más por las noches—,
parece estable. Ambos intentan seguir con su vida, aunque algo más ajustados económicamente. La
situación es difícil, pero creen que pueden con ella. “Ni modo”, como diríamos muchos. Lo importante
es que están juntos y que Amanda está viva.
Sin embargo, no pasa mucho tiempo antes de que las cosas empiecen a ponerse raras.
Mike nota que, de la nada, Amanda comienza a decir frases que no encajan en la conversación. Son anuncios. De pronto, mientras hablan de cualquier cosa, ella suelta eslóganes de productos, menciona promociones o incluso frases extrañas como si estuviera leyendo un guion de comerciales de televisión. Al principio, él piensa que es algún tipo de confusión. Pero cuando ella interrumpe una conversación con uno de sus alumnos diciendo algo como “acércate a Dios”, ya no queda duda: algo no está bien.
Lo más inquietante es que Amanda no parece notar lo que está diciendo. Para ella, todo es normal. Como si no tuviera control sobre lo que su cuerpo y su voz están haciendo.
Cuando confrontan a la representante de Rivermind, esta les explica lo impensable: la plataforma ha empezado a insertar anuncios en las conversaciones de Amanda. Según ella, “es solo contenido contextual, adaptado al entorno”, como si fuera un video de YouTube. Pero no, aquí la “pantalla” es la persona, y la voz que promociona productos o ideas no es una locutora, sino Amanda misma. Sin consentimiento. Sin aviso. Sin control.
Obviamente, esto afecta su relación, su trabajo y su dignidad. Y lo peor es la respuesta de la
empresa: si quieren que Amanda deje de “transmitir” anuncios, deben cambiar de plan. Rivermind
Plus. Un paquete más caro que elimina los anuncios.
Sí, literalmente tienes que pagar más… para que tu esposa no sea una valla publicitaria viviente.
Si ya eso suena distópico, espera: hay más.
En otra escena, mientras están fuera de casa rumbo a su lugar preferido donde siempre celebran su aniversario, Amanda comienza a sentirse mal y colapsa. Mike, desesperado, contacta a la empresa para reclamar porque, según lo prometido, la cobertura era nacional. Pero le explican que eso ha cambiado: ahora la cobertura se ha reducido, y si quieren que Amanda funcione normalmente en más zonas, deben contratar otro paquete adicional para “ampliar el área de servicio”.
O sea: la empresa cambió las condiciones, no avisó, y aún así espera que los clientes —en este caso, una familia desesperada— paguen más para mantener lo que ya tenían. Una jugada que parece exagerada… hasta que piensas en cuántas veces has recibido un correo diciendo “hemos actualizado nuestros términos y condiciones”, y lo ignoraste.
Rivermind no es solo una empresa futurista. Es una versión sin filtros de lo que muchas compañías tecnológicas ya están haciendo: ofrecer soluciones que suenan increíbles, pero que esconden costos, cláusulas abusivas y dependencia extrema. El problema no es la tecnología. Es cómo se usa.
Cuando se dieron cuenta de que los anuncios estaban afectando gravemente la vida de Amanda —al punto
de casi perder su trabajo—, no tuvieron otra opción que subir de nivel en el servicio. La única
solución aparente era contratar Rivermind Plus, el plan que prometía eliminar los anuncios.
Pero, como todo en este mundo distorsionado, eso también tenía un precio.
El plan nuevo costaba 500 dólares adicionales, sumados a los 300 que ya estaban pagando mensualmente. En total: **800 dólares al mes** solo para que Amanda pudiera existir sin interrupciones publicitarias. Una cifra absurda para cualquier familia promedio. Un gasto que no estaba contemplado, ni explicado desde el inicio, pero que, ahora, se volvió indispensable.
Mike, agotado y sin saber de dónde más sacar dinero, toma una decisión desgarradora. Recurre a una plataforma llamada Dump Dummies. Ya se había mencionado antes, de fondo, como algo de mal gusto. Básicamente, es un sitio donde la gente transmite en vivo mientras se inflige daño físico, a cambio de donaciones. Algo parecido a los lives actuales en redes sociales, pero mucho más oscuro, más desesperado y, lo peor, completamente monetizado.
Con pena, dolor y una vergüenza profunda, Mike comienza a usar esta plataforma. Lo hace desde el anonimato, con una máscara, para que nadie lo reconozca. Le da vergüenza que alguien descubra que se ha rebajado a ese nivel solo para sostener el tratamiento de su esposa. Pero ¿qué otra opción le queda? ¿Dejar que ella colapse? ¿Perderla otra vez?
Poco tiempo después, otro nuevo efecto secundario aparece. Amanda empieza a dormir más horas cada noche. Ya no son solo dos. Su cuerpo prácticamente se apaga durante buena parte del día. El motivo: la empresa ha comenzado a usar el poder computacional de su cerebro para mantener el sistema operativo que la conecta a Rivermind.
En otras palabras: aunque ya están pagando el plan “Plus”, el cerebro de Amanda ahora es parte de la red, un nodo más en la gran infraestructura digital de la empresa. Y nadie les preguntó si estaban de acuerdo.
Sí, leíste bien: pagan para usar el servicio, y aun así su esposa está “trabajando” para ellos sin saberlo.
Esto resuena demasiado con el mundo real. ¿Cuántas veces hemos visto cómo un servicio de suscripción empieza siendo algo razonable y termina cobrando más por menos? ¿Cuántas plataformas han subido sus precios, añadido publicidad o quitado funciones sin avisar, obligándote a pagar aún más por lo que ya tenías?
Rivermind es el espejo oscuro de ese modelo. Una crítica brutal al sistema de suscripciones que, lejos de facilitar la vida, nos vuelve dependientes, vulnerables y completamente manipulables. Lo que al principio parecía una solución milagrosa, ahora es una trampa imposible de sostener.
Y así, poco a poco, la vida de esta pareja se va desmoronando… no por una enfermedad, sino por el sistema que prometió curarla.
Molestos, cansados y cada vez más confundidos, Mike y Amanda vuelven a ver a la vendedora de Rivermind. Esperan una solución, alguna forma de recuperar algo de normalidad. Pero lo que reciben es lo de siempre: otra capa más del mismo juego.
Ahora les dicen que el plan “Plus” ya no es Plus, que ha sido degradado a “estándar”. Algo que nos resulta demasiado familiar con muchas plataformas hoy en día, donde lo que ayer era premium, mañana es básico… y si quieres conservar lo que tenías, tienes que pagar más.
Y entonces, con una sonrisa de esas que solo tienen los que saben que estás atrapado, la vendedora les muestra algo “novedoso”: Rivermind Lux.
Un plan exclusivo, “para clientes selectos”, por mil dólares mensuales. Este nuevo paquete no solo mantiene estable la conciencia, sino que ahora te permite controlar tus propios sentidos. Todo, desde una app. Puedes amplificar lo que ves, lo que sientes, lo que escuchas. Incluso —y aquí es donde la distopía se vuelve más escalofriante— puedes acceder a las habilidades de otras personas. ¿Alguien es bueno jugando tenis? Puedes sincronizar tu cerebro con el suyo y replicar su destreza. ¿Alguien tiene memoria fotográfica? Tú también puedes tenerla, durante unos minutos.
Esto, evidentemente, enoja muchísimo a la pareja. Ya no se trata de mantener la vida, ni de mejorar la salud. Ahora se vuelve un producto de lujo. Un vicio. Algo que se vende como experiencia exclusiva, pero que no es más que otra forma de exprimir a los que están desesperados.
Amanda, que aún conserva algo de autonomía y lucidez, se niega a aceptar este “avance”. Ella no quiere vivir así. Pero Mike… Mike está agotado, desesperado, sintiéndose responsable de mantenerla viva. Cree que debe hacerlo todo, lo que sea, para no perderla. Y esa presión lo lleva a seguir tomando decisiones por ella.
La vendedora, sin mucho tacto, le ofrece una alternativa: usar Rivermind Lux por tiempo
limitado. Como si fueran recargas de internet ilimitado por 20 minutos, pero con capacidades
cognitivas mejoradas. Una idea absurda… pero curiosamente familiar, como esas apps que te dan 10
minutos de funciones premium y luego te bloquean todo.
Mike acepta.
Sigue trabajando como puede, sigue recurriendo a Dump Dummies, aunque esta vez **pierde el anonimato**. Ya no solo es el tipo que sufre por dinero, ahora es el tipo que está dispuesto a todo por sostener algo que ya se desmoronó.
En su aniversario, con mucho esfuerzo, logra pagar unas horas de Rivermind Lux para Amanda.
Durante ese tiempo, ella experimenta sensaciones increíbles: claridad mental, placer, intensidad
emocional, una especie de plenitud artificial que parece casi mágica. Pero solo dura unas horas. Y
luego, todo vuelve a la misma angustia de siempre. Como una droga costosa, que no cura nada, solo te
hace olvidar un rato.
Pronto, todo se desmorona.
En el trabajo, ya saben lo que Mike está haciendo. Un compañero coloca un cartel con una foto de lo
que realiza Mike en internet, todo se burlan de el. Mike pierde el control, y eso provoca un
accidente y lo despiden.
Ahora sí, todo se viene abajo.
Lo que comenzó como una decisión por amor, terminó siendo una cadena de deudas, humillación, desgaste y dependencia absoluta. Lo que prometía ser una “segunda oportunidad”, se convirtió en una prisión sin salida, una suscripción de la que no puedes cancelar sin perderlo todo.
Al final, el episodio nos sitúa un año después. Todo ha cambiado. La casa, que antes se sentía cálida y viva, ahora luce desordenada, apagada, como si la tristeza se hubiera instalado en cada rincón. Mike ya no es el mismo incluso perdio unos dientes. Su mirada está vacía. Amanda sigue viva, sí, pero apenas. Su cuerpo está ahí, pero se nota que su conciencia se apaga poco a poco, como una conexión inestable que ya no logra sostenerse.
A duras penas, logran pagar 30 minutos más del plan Rivermind Lux. Un último momento de lucidez para despedirse, para sentir algo real una vez más. Para lograrlo, **venden la cuna** que habían comprado meses antes, con ilusión, para el “feliz accidente” que ya no fue, ya que incluso estar embarazada generaba un pago adicional de 90 dólares. Un símbolo doloroso de todo lo que les arrebató la enfermedad… y el sistema.
Con ese último pago disfrutan un pare de minutos juntos. Se miran, hablan, se abrazan. No como víctimas, sino como dos personas que ya no pueden más.
Y entonces, Mike toma la almohada y, lentamente, asfixia a Amanda. No lo hace con odio ni desesperación. Lo hace con dolor, con amor, con una tristeza que traspasa la pantalla. Una decisión imposible, tomada entre lágrimas, porque seguir conectada a ese sistema significaba seguir sufriendo, seguir pagando, seguir desapareciendo.
Y así termina la historia. Sin fuegos artificiales, sin giros dramáticos, sin esperanza. Solo dos personas destruidas por un sistema que convirtió el amor en deuda, la salud en contrato, y la vida… en suscripción.
Al terminar el episodio, mi esposa y yo nos quedamos en silencio. No porque no supiéramos qué decir, sino porque sentíamos que cualquier cosa que dijéramos se iba a quedar corta. “Una pareja cualquiera” no es de esos episodios que te sorprenden con un giro inesperado. Lo que te sacude es lo real, lo posible, lo cercano. Lo que duele es que no hay monstruos, no hay villanos, solo un sistema que se aprovecha de la desesperación de la gente… como ya lo hacen muchos en la vida real.
La idea de pagar para que tu esposa no diga anuncios sin control, o para que simplemente siga viva... suena absurda. Pero si lo piensas bien, ya estamos aceptando cosas igual de ridículas. Pagar por no tener publicidad. Pagar por ver lo que ya pagaste. Pagar por conservar funciones que antes eran básicas. El episodio solo toma eso y lo lleva al extremo. Pero no a un extremo tan lejano.
Como crítica me pareció brutal, porque no se va por la ciencia ficción rebuscada, sino por lo emocional, por lo cotidiano. Como reflexión, me pegó fuerte: ¿qué tanto estamos dispuestos a ceder por mantener a flote lo que amamos? ¿Cuánto cuesta vivir... y hasta cuándo tiene sentido seguir pagando por ello? Y como experiencia personal, puedo decir que este capítulo nos dejó más tocados de lo que esperábamos. No es fácil de ver, pero tampoco fácil de olvidar. ¿y si fuéramos nosotros?
Tal vez eso es lo que más me dolió: no sentir que estaba viendo un futuro… sino reconocer que muchas cosas de ese mundo ya están aquí. Y que, si no ponemos un alto, cualquier día podríamos estar pagando por media hora de humanidad.