J
usto la semana pasada estaba platicando con mi esposa en casa. Solemos hacerlo por las tardes, cuando yo llego de trabajar y ella ya terminó con todo lo suyo. Siempre hablamos de muchos temas, pero uno en particular salió a la conversación y me dejó pensando bastante: el hecho de que últimamente todos —incluyéndonos a nosotros— estamos con el teléfono en la mano, scrolleando redes sociales, buscando qué contenido nos parece más emocionante.
Cada quien tiene intereses diferentes, por eso los algoritmos nos muestran cosas distintas. Pero también hay muchos puntos en común: por la ubicación, la edad, las búsquedas que hacemos o incluso factores que ni siquiera entendemos bien. El punto es que todos estamos ahí, atrapados en ese scroll infinito.
Durante esa plática nos dimos cuenta de que últimamente hablamos menos entre nosotros. Antes procurábamos no agarrar tanto el celular en la tarde, y preferíamos contarnos cómo nos había ido en el día. Sin embargo, sin darnos cuenta, eso empezó a cambiar. En varias ocasiones recientes simplemente nos quedamos viendo nuestros teléfonos, pasando video tras video. Solo se escuchaban los audios de fondo, y de pronto, ¡zas!, ya habían pasado 30 minutos. Se fueron volando, como si nada.
Esa conversación me hizo pensar que, siendo sinceros, probablemente yo soy quien más usa el celular en casa. Sí, lo admito: suelo agarrarlo con más frecuencia, y de repente me puse a pensar... ¿realmente para qué lo uso tanto? Me di cuenta de que muchos de esos usos son innecesarios.
Por ejemplo, a veces paso un buen rato viendo videos: algunos son entretenidos, otros sobre cómo mejorar mi forma de correr, otros sobre programación o simplemente cosas graciosas. Pero muchas veces ni me doy cuenta de cuánto tiempo ha pasado, y encima el contenido tiende a repetirse entre redes. Las plataformas que más uso para ver videos son YouTube, Instagram, Facebook y TikTok (en ese orden), y he notado que hay videos que ya vi antes, solo con una ligera variación o subidos por otra cuenta.
Sí tengo marcados ciertos tipos de contenido para cada red: en una veo temas de tecnología, en otra noticias, en otra videos sobre running, en otra cosas random o de programación. Pero llega un punto en el que ya no tengo nada realmente nuevo que ver. Incluso a veces me siento cansado de usar el teléfono, y aun así existe ese impulso automático de agarrarlo, abrir alguna app y scrollear contenido que ya vi horas antes… o incluso el día anterior.
Al principio creía que tenía control sobre el tiempo que pasaba ahí. Tengo activados los límites de uso en cada aplicación: por ejemplo, 20 minutos en una, 20 en otra, y así. Según yo, eso me ayudaría a no perder tanto tiempo en cosas que no me nutren. Pero después me cayó el veinte: si tengo 20 minutos en cada app y uso 4 apps distintas… estoy gastando 80 minutos al día en puro scroll. Cuando se acaba el límite en una, simplemente paso a la siguiente. Técnicamente sí estoy respetando los límites… pero el truco está en que el total sigue siendo muy alto.
Y lo más curioso es que a veces, aunque estoy aburrido y no tengo ganas reales de ver nada, abro el teléfono por inercia, solo para ver “si hay algo nuevo”. Pero la verdad es que la mayoría de las veces no hay nada realmente nuevo ni interesante. Lo hago por costumbre, como si el dedo ya supiera qué app abrir antes de que yo lo piense. Y lo he notado también en otras personas: no sé si lo hacen más o menos que yo, pero lo hacen. Es como si todos estuviéramos atrapados en el mismo ciclo.
Según un estudio de DataReportal de 2024, el usuario promedio pasa 2 horas y 23 minutos al día en redes sociales. Eso equivale a más de 16 horas a la semana, o casi 35 días completos al año. Aunque muchas veces sentimos que es solo “un ratito”, la realidad es que esos minutos se van acumulando y se convierten en una parte muy grande de nuestra vida digital.
Y no se trata solo del tiempo. Es también la atención, la energía mental, la necesidad constante de estímulo. Cuando ese “ratito” frente al celular se vuelve el espacio donde descansamos, nos distraemos, nos informamos y hasta nos evadimos, cuesta cada vez más desconectarse.
Este comportamiento no solo lo noto en mí, también lo veo a mi alrededor: en el trabajo con mis compañeros, en mi casa con mis hermanos y otros familiares, e incluso en la calle o en el transporte público. Gente con la mirada fija en su teléfono, scrolleando sin parar. Y entiendo que muchas veces lo hacemos para distraernos, para relajarnos un rato. Eso está bien, hasta cierto punto. El problema es cuando ese “ratito” se vuelve la norma.
Sé que esto que estoy diciendo no es nada nuevo. Mucha gente ya ha hablado del tema, y seguramente lo seguirán haciendo. Pero aun así, me causa mucha curiosidad cómo estas apps tienen un rol tan dual: pueden ser herramientas súper útiles, pero también pueden volverse un pozo sin fondo de distracción. Creo que cada quien debe usarlas de acuerdo a sus necesidades y gustos, y eso está bien. Lo importante, creo yo, es que también aprendamos a vivir sin depender tanto de ellas, sin llenarnos de contenido que no nos aporta nada.
No digo que tengamos que dejar la tecnología por completo —porque seamos realistas, eso hoy es casi imposible—, pero sí deberíamos darnos pequeños descansos, aprender a tomar un “respiro digital”. Yo por lo pronto voy a comenzar por soltar un poco: voy a desinstalar una de las apps que más uso para ver videos, y voy a reducir el tiempo que tengo configurado en mi temporizador de uso diario del celular.
No sé si me va a costar trabajo, no sé si voy a sentirme mejor o peor… pero al menos quiero intentarlo. Y quizá más adelante pueda volver con otra entrada para contarles cómo me va, si logré mejorar o si tuve que ajustar el camino. Sea como sea, creo que ya darme cuenta de esto es un buen primer paso.